Por mucho que se idealice la infancia, cada vez hay más motivos para pensar que eso sucede quizá por poseer una memoria demasiado selectiva cuando hemos crecido.
Cierto es que resulta maravilloso ir descubriendo el mundo cuando apenas se tienen unas pequeñas nociones de lo que hay en él. Y que se vive con una intensidad impregnada de inocencia que desgraciadamente se pierde con los años. Pero no siempre ha sido oro lo que aparentemente reluce... ¿qué siente un@ niñ@ cuando se le grita? ¿y cuándo es objeto de mofa o burla? ¿y cuándo se le pega? Y la pregunta del millón: ¿qué hace que un@ niñ@ se comporte de manera violenta con sus semejantes?
La respuesta a estas y otras muchas preguntas quizá tengamos de buscarlas en las pautas y el estilo que elegimos para llevar a cabo su educación (que no es otra cosa que la forma con la que elegimos guiar su vida en los primeros años de la misma).
Me quedo con esta fabulosa reflexión (una vez más) de Ramón Soler acerca de por qué damos por hecho que la violencia es innata y por lo tanto tendemos a no actuar en consecuencia cuando algun@ de nuestr@s hij@s es objeto de la misma por parte de sus iguales.
Cierto es que resulta maravilloso ir descubriendo el mundo cuando apenas se tienen unas pequeñas nociones de lo que hay en él. Y que se vive con una intensidad impregnada de inocencia que desgraciadamente se pierde con los años. Pero no siempre ha sido oro lo que aparentemente reluce... ¿qué siente un@ niñ@ cuando se le grita? ¿y cuándo es objeto de mofa o burla? ¿y cuándo se le pega? Y la pregunta del millón: ¿qué hace que un@ niñ@ se comporte de manera violenta con sus semejantes?
La respuesta a estas y otras muchas preguntas quizá tengamos de buscarlas en las pautas y el estilo que elegimos para llevar a cabo su educación (que no es otra cosa que la forma con la que elegimos guiar su vida en los primeros años de la misma).
Me quedo con esta fabulosa reflexión (una vez más) de Ramón Soler acerca de por qué damos por hecho que la violencia es innata y por lo tanto tendemos a no actuar en consecuencia cuando algun@ de nuestr@s hij@s es objeto de la misma por parte de sus iguales.
Para comenzar este artículo, voy a pedirte que realices un ejercicio con tu imaginación y que visualices, vívidamente, las dos siguientes escenas:
- en la primera, vas caminando con tu pareja, dando un agradable paseo y un desconocido le propina un bofetón.
- en la segunda escena, tu pareja se cae y otra persona que pasaba a vuestro lado en ese momento se burla de él/ella.
¿Cómo reaccionarias en ese momento? ¿Cómo piensas que se sentiría tu pareja? ¿Saldrías en su defensa? ¿Qué le dirías al agresor?
Ahora, vamos a realizar otro ejercicio, esta vez, quiero que imagines que estás con tu hijo en un parque y otro niño se le acerca y le propina un bofetón; o que, en ese mismo parque, tu niño se cae, se hace daño en la rodilla y otro se burla de él.
¿Qué harías entonces? ¿Le defenderías igual que harías con tu pareja? ¿Dirías que son cosas de niños y que lo tienen que resolver entre ellos?
Os he propuesto este juego de imaginación porque quiero hablaros sobre algunos mitos que circulan, con asiduidad, entre psicólogos, psiquiatras, pediatras, educadores y la mayoría de los padres, sobre la violencia entre niños. De muchos de ellos, suele ser habitual escuchar las más variadas excusas para justificar cualquier tipo de agresión (física, verbal o emocional) de un niño contra otro.
Veamos algunos de esos tópicos que, con toda seguridad, habréis escuchado:
- Son cosas de niños
Obvio. En efecto, estamos hablando de agresiones que se dan entre niños, no entre ancianos; si viésemos a dos abueletes dándose bastonazos en plena calle, diríamos “son cosas de ancianos” (y casi todos correríamos a separarlos).
Pero si lo que pretendemos con esta expresión es normalizar la violencia entre niños y restarle importancia, estaremos cometiendo un grave error. Reconozco que, en nuestra sociedad, es muy habitual que los niños se peguen, se insulten y compitan entre ellos, pero esto no quiere decir que sea algo, ni natural, ni propio de la especie humana.
Aunque la extrema frecuencia con la que se produce, en muchas sociedades, violencia entre niños podría inducir a pensar que ésta es inherente a nuestra especie, la Antropología nos muestra que ésta es una afirmación errónea. Los estudios de campo en grupos humanos pacíficos, en los que ni los adultos, ni los niños, utilizan la violencia, son muestra de ello. Por ejemplo, Jean Liedloff, en su libro “El concepto del continuum”, relata que nunca presenció una disputa y que no vio a un niño llorar porque otro le hubiera pegado entre los Yequana, la tribu con la que ella convivió durante años.
Por lo tanto, ya no podemos afirmar que el hecho de que los niños se peguen es algo normal. A lo sumo,podríamos decir que es habitual en culturas como la nuestra, basada en la competitividad, la jerarquía y la violencia, pero no que sea lo normal en el ser humano.
Por desgracia, muchos de nuestros niños viven sometidos a tensiones y a agresiones desde antes, incluso, del nacimiento. No me estoy refiriendo únicamente a gritos o cachetes, sino a otros tipos de violencia que generan en ellos frustración y rabia contenida. Violencias más sutiles, como desprecios, abandonos emocionales o coacciones como forzarles a comer o a dormir solos cuando aún no están preparados para ello. En nuestra sociedad, por doquier, existen muchas familias desestructuradas y muchos padres desequilibrados que crían a sus hijos con una gran carga de violencia (más o menos sutil). Cuando estos niños salen a la calle y se relacionan con otros, es habitual que vuelquen sobre ellos la frustración y la rabia que acumulan en su interior.
Vivimos en una sociedad enferma y esto nos hace tomar por algo normal actitudes que son patológicas. Como decía Krishnamurti “No es síntoma de buena salud el estar perfectamente adaptado a una sociedad enferma”.
- Dejar que ellos resuelvan sus “conflictos”
Una corriente muy extendida en algunos sectores de la crianza “respetuosa” es la de no intervenir en los conflictos y dejar que sean los propios niños los que los resuelvan. A priori, esto suena bastante bien y, a medida que los niños crecen y se hacen mayores, es una buena técnica para que aprehendan conceptos como la empatía, la comprensión, la cooperación, la comunicación, etc.
Sin embargo, quiero señalar, que “dejarles a ellos resolver sus conflictos” no es un procedimiento adecuado para niños muy pequeños. Tenemos que tener en cuenta que, debido a su corta experiencia vital, los bebés y los niños muy pequeños, necesitan observar referencias y copiar modelos de comportamiento morales adecuados, en adultos y otros niños más mayores, basados en el apego seguro, el respeto y el fomento de la comunicación no violenta.
Por otra parte, si estamos hablando de niños más mayores, si no manejamos adecuadamente la situación y no estamos muy atentos, pueden acabar produciéndose situaciones de violencia y abusos físicos y/o psicológicos(verbales, denigración, degradación, etc.).
Por supuesto que los niños más mayores tienen la capacidad de resolver sus conflictos entre ellos, pero ésta es una realidad factible sólo en grupos humanos en los que todos sus miembros estén equilibrados y compartan una misma filosofía de cooperación y de Ubuntu.
Lamentablemente, como ya hemos comentado con anterioridad, nuestra sociedad es una sociedad enferma en la que la competitividad y las rivalidades son fomentadas, desde la más tierna infancia, por parte de familias, escuelas, medios de comunicación, etc. Resulta prácticamente imposible encontrar un grupo de niños que, per se, esté autorregulado. Un grupo, en el que ellos mismos puedan resolver sus problemas de forma equilibrada, sin agravios.
Por lo general, lo habitual es toparse con niños sociorregulados y que, en sus reuniones, grupos, pandillas, etc. se produzcan agresiones y/o situaciones de abuso físico o emocional, donde el mayor o el más fuerte imponga su decisión. Qué conste, que no estamos hablando de roces fortuitos o peleas en las que los niños o niñas estén midiendo sus fuerzas sin hacerse daño y participando en ellas por propia elección, sino de abusos, agresiones no consentidas, insultos, burlas, etc. en la que uno, o más, de los niños es sometido a la ley del más mayor o el más fuerte, forzado, violentado, denigrado, degradado, etc.
Por desgracia, hay niños con historias familiares muy complejas que arrastran una enorme carga de violencia (explícita o sutil) tras de sí. En estos casos, no podemos esperar que el grupo se autorregule y “neutralice” la violencia que expresan algunos de sus miembros. Al contrario, lo que sucede es que la violencia se extiende como un virus letal que infecta de una u otra forma a todos los demás niños. Unos se plegarán a la “ley del más fuerte” y, a su vez, reproducirán los modelos de abuso y agresión que reciben de otros sobre los niños más débiles de su entorno más cercano. Otros seguirán al “líder” y se unirán a las burlas, la agresión, etc. Otro tercer grupo será el victimizado, el blanco de las agresiones. Otro, se enfrentará a ellos. Y por último, otro grupo, se mantendrá aparte, lo que no le librará de recibir el impacto negativo de la violencia presenciada. De esta forma, la violencia, generación tras generación, se sigue perpetuando desde casa, pero también desde el colegio, la calle, etc. Y en pleno siglo XXI, seguimos viviendo en una sociedad basada en el sometimiento y para que haya sometimiento se normaliza, en todos los ámbitos, la violencia. Y para que haya sometimiento, se normaliza la jerarquía, la existencia de represores, de coacciones, de desigualdad.
En más de una ocasión he comprobado cómo tras esa supuesta (ya hemos visto que falsa) “libertad” para que los niños resuelvan sus conflictos, se esconde una preocupante dejadez y una falta de interés por la salud emocional de los pequeños por parte de sus padres y/o educadores, pero éste es un tema más complejo que deberá ser analizado en otra entrada.
Niño defendido, niño seguro.
Cuando devenimos padres adquirimos el compromiso y la responsabilidad del acompañamiento y del cuidado de nuestros hijos. Parte de esta responsabilidad, implica la protección de los pequeños frente a agresiones externas. Cuando los niños son pequeños, pueden verse expuestos a situaciones de violencia que, por sí mismos, debido a su inmadurez y falta de recursos (cuanto más pequeños, menos tendrán), no van a poder resolver. En teoría e idealmente, esto no tendría que ser así, por el bien de la salud física y emocional de nuestros hijos, el grupo (la sociedad) tendría que encargarse de proteger a sus crías. Sin embargo, puesto que hemos visto que nuestra sociedad es violenta con los niños y que fomenta la competitividad entre ellos, parte de la labor de los padres debe ser el defenderles de las agresiones que puedan recibir, por parte de otros adultos, de las instituciones y, también, de las procedentes de otros niños.
Cuando un niño se siente protegido por sus padres, su autoestima se ve reforzada. Estos pequeños saben que sus padres les defenderán, no tienen que estar, continuamente, alerta ante posibles ataques y pueden dedicarse a jugar, a experimentar, aprender y crecer. Estos niños, se sentirán valorados y crecerán seguros. Al presenciar cómo sus padres les protegen, también están interiorizando la asertividad necesaria para defenderse por sí mismos. Así, a medida que crecen, adquieren la madurez y las herramientas necesarias para defenderse por sí mismos. Además, estos niños aprehenden la idea de que los modelos de comportamientos que incluyen agresiones, insultos, etc., son modelos insanos y no tiendan a copiarlos en su vida.
Si defendemos a nuestros hijos, mientras sea necesario, ellos aprenden a valorarse como niños, y en su futuro, como adolescentes y adultos. Si se sienten valorados y se saben valiosos, estos niños, no permitirán que nadie abuse de ellos. Además, saben y sabrán frenar los ataques de los abusadores que van encontrándose en su vida, actual y adulta (jefes, familiares, parejas, vampiros emocionales, etc.).
Por supuesto, todo esto es válido cuando el niño también recibe en casa un apego seguro, basado en el Amor, el respeto comunicación, la empatía y libre de violencia (gritos, cachetes, etc.).
¿Y el “agresor”?
Aunque resulte obvio, nunca está de más recalcar la idea de que un niño que agrede también es una víctima. Víctima de sus circunstancias, de su entorno, de su familia. Puedo afirmar, con total seguridad, que este pequeño ha sufrido en carne propia distintas situaciones de violencia, ya sean explícitas y/o sutiles. Debido a estas carencias de apego seguro, el niño acumula tensión y rabia en su interior y para expresar su malestar, utiliza, como vía de escape y comunicación de su dolor, el descargar esta presión con otros más débiles o indefensos que él. No le podemos culpabilizar por su actuación; quizás no haya conocido otro modelo de relación que el de los golpes o los insultos, pero esto no debe impedirnos ver que agredir a otros niños no es una manera sana de estar y comunicarse con ellos.
Si no intervenimos en las situaciones de abuso, no estaremos haciéndole bien a ninguna de las partes. Si no les damos a los niños un modelo de empatía y respeto hacia los demás, estos, corren el peligro de tomar por normal estas situaciones de violencia y repetirlas, con posterioridad, en sus relaciones con los demás. Quizás a esos niños, nunca nadie les ha ayudado a empatizar, explicándoles lo que sienten los otros niños cuando se les pega. Tenemos que poder ofrecerle a estas criaturas, heridas por sus circunstancias adversas, modelos más sanos de relacionarse con los demás: dialogando, expresando sus emociones de manera sana, buscando soluciones intermedias entre ambas posturas, etc.
Lo único que conseguiremos con la permisividad es legitimar y perpetuar el abuso y la violencia entre niños.
Intervenir con empatía, pero intervenir.
Como resumen, me gustaría destacar el hecho de que resulta necesario intervenir cuando apreciemos situaciones de violencia o de abuso entre niños. Si lo hacemos, los niños que son agredidos se sentirán protegidos. Además, también aprenderán a identificar estas situaciones para poder defenderse por sí mismos cuando sean más mayores. Por otra parte, también es positivo para el niño que agrede, ya que le estamos ayudando a reconocer los límites mínimos necesarios para la convivencia en sociedad y el respeto al otro.
Texto íntegro: Ramón Soler
No podría estar más de acuerdo, enhorabuena por el blog.
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