Elena Feliu |
En la actualidad los padres aceptamos con agrado límites cada vez más refinados en los juegos de nuestros hijos por temor a lesiones, enfermedades o cualquier tipo de eventualidad impredecible. De allí que aceptemos que se sustituyan los contactos reales, corporales, por otros virtuales que evitan los conflictos y los riesgos de las relaciones naturales. Escasean las oportunidades en donde los niños de las ciudades usen el cuerpo para confundirse sin reglas con los demás y con la naturaleza.
No olvidemos que la vida virtual hiperdesarrollada tiene sus riesgos: individuos abstractos con desconocimiento de sus potenciales habilidades, con una autonomía cada vez más inhibida y sin conciencia de la pertenencia a un lugar. Además, como la tecnología favorece el placer solitario de grandes y chicos, nuestros niños acceden temprano a formas debilitadas de juego encerradas en la falsa dicotomía de jugar para ganar o jugar para aprender. Por lo tanto importa mucho que preservemos espacios y tiempos de juego libres para nuestros hijos.
Vemos a diario que las áreas que antes servían para el intercambio y la experiencia como jardines, parques, bosques hoy están casi despobladas de niños. Sin embargo, el mundo a explorar no debe ceñirse al hogar, los chicos no deben ser privados de jugar aquellos juegos que les permitan compararse con animales, vegetales, amigos o enemigos, en territorios conocidos o desconocidos para ensayar todas las gamas del aprendizaje social. Se trata de que nuestros niños habiten la Tierra, que la investiguen, que jueguen en contacto con su barrio, sus plazas y su ciudad.
Porque jugar es algo muy serio, desconfiemos de la exagerada intromisión de los adultos que proponen espacios seguros en circuitos estándar y evitemos el predominio de los juegos electrónicos. Es una gran meta educativa buscar que nuestros hijos vivan su infancia y desarrollen su imaginación. No queremos chicos precoces, queremos niños libres que jueguen con la cabeza, con el corazón y con las manos."
Mónica E. López.
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